
En un rincón olvidado de una antigua cabaña, cubierta de polvo y con un crujido siniestro, reposaba una mecedora de madera oscura. La leyenda local advertía que nadie debía acercarse a esa silla, pero la curiosidad de algunos siempre terminaba por condenarlos. Aquel mueble parecía estar vivo, esperando en la penumbra a su próxima víctima. Cuando alguien se atrevía a sentarse, la madera cobraba vida, apretando como si fueran garras invisibles. El alma del desafortunado era arrancada brutalmente, atrapada entre crujidos y gemidos provenientes de las entrañas de la mecedora. A partir de ahí comenzaba el verdadero tormento: las almas quedaban atrapadas en un bucle eterno, reviviendo sus peores miedos y pecados más oscuros, como si fueran devoradas y escupidas una y otra vez por el tiempo. No había descanso. La misma silla se mecía con un ritmo escalofriante, como si disfrutara el sufrimiento de cada ser que había atrapado.
Una mujer llamada Clara fue una de las últimas víctimas. Tras sentarse, la silla la abrazó con frialdad y comenzó a desgarrar su esencia. En su visión, Clara caminaba sin descanso por un pasillo interminable que se torcía como un laberinto. A lo lejos, escuchaba los gritos de su hija muerta pidiéndole ayuda, pero cada vez que giraba una esquina, encontraba sólo sus propias manos ensangrentadas. Desesperada, intentaba correr, pero sus piernas se volvían pesadas como el plomo, y el aire se convertía en cuchillos invisibles que laceraban su piel. Cada paso era un tormento, y cuando al fin alcanzaba lo que creía que era su salvación, el rostro de su hija se deshacía en un mar de gusanos. La silla la mecía con violencia mientras Clara gritaba, hasta que su alma fue arrancada por completo.
Al amanecer, la mecedora escupió su cuerpo al suelo. Clara estaba irreconocible: su piel era grisácea, sus ojos vacíos, y la expresión en su rostro mostraba un horror indescriptible, como si hubiese visto el mismo infierno. La cabaña quedó en silencio, pero la mecedora siguió moviéndose lentamente, crujido tras crujido, como si estuviera hambrienta, esperando al siguiente. Y así continuaría, alimentándose de curiosos y almas incautas, cada uno condenado a un tormento más perverso que el anterior. Nadie sabe cuántos cuerpos han sido devueltos sin alma, pero en cada crujido nocturno, se escucha el eco lejano de las almas atrapadas, suplicando desde el abismo oscuro de aquella maldita mecedora.